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Lágrimas saladas

  • Foto del escritor: María G. Escrig
    María G. Escrig
  • 24 ago 2020
  • 4 Min. de lectura


Eran mis primeras vacaciones en mucho tiempo y me provocaban una ilusión desmesurada. Mis abuelos habían decidido llevarnos a algunos de los nietos a El Palmar, en la provincia de Cádiz: una pequeña zona costera de aire hippie y salvaje por sus variopintos visitantes; el jolgorio de sus bares; y su auténtico mercadillo vespertino.


¡Silencio! —gritó mi abuelo— ¡Silencio, he dicho! —repitió aún más fuerte. Su voz redundaba entre las paredes de la sencilla casita de playa en la que estábamos instalados y, de fondo, cómo no, la interminable risa contagiosa de mis primos. Ya eran casi las cuatro de la mañana y, de nuevo, otro grito grave y cansado que mandaba callar por decimosexta vez. Yo ya no podía más. Solo quería dormir. Pero, creedme, en aquella habitación era imposible.


—¡El próximo que vuelva a armar jaleo duerme fuera!— La amplia sombra de mi abuelo apareció súbitamente. Tan solo percibía su silueta dibujada en el umbral de la puerta, pero imaginé perfectamente su rostro: ceño fruncido, labios tensos y ojos cansados. Aquella fue su última intervención. Tras esta se hizo el silencio, ese que tanto anhelaba desde hacía unas horas. A pesar de haber recibido inmerecidamente parte de la bronca, sonreí para mí misma y cerré los ojos.


Hasta tres camas ocupaban el ancho del habitáculo. En ellas dormíamos los cinco apretujados para no caernos. Las horas de sueño se me hacían eternas debido a la insufrible actitud infantil que se respiraba.


Durante la noche, mis primos no mostraban ningún síntoma de cansancio. Parecía que se inyectaban Red Bull antes de irse a la cama. En lugar de, no sé, (por ejemplo) dormir, se dedicaban a jugar al mus, pelearse con los almohadones y conversar durante horas. Mientras que Adrián y Pablo hablaban de fútbol, cerveza y chicas, Juan y Lucas disfrutaban metiéndose conmigo y discutiendo, claro está, también sobre fútbol. Mi vida se vio marcada por aquellos momentos en los que una se pregunta: “¿Qué narices les pasa a los hombres?”.

Finalmente, conseguí quedarme dormida. No abrí los ojos hasta que mis oídos registraron las exacerbadas voces que llegaban de fuera. Para entonces, el reloj marcaba las doce y diez.


Como es natural, casi todos estaban despiertos. Mi abuela estaba en el patio observando atentamente uno de los gatos de la casa que dormía expuesto al fuerte sol del mediodía. Adrián y Juan gritaban y jugaban con el balón como si les fuera la vida en ello. Mi abuelo seguía dormido, y Pablo y Lucas estaban tirados en el sofá discutiendo sobre el futuro sorteo de Octavos de Champions.


Todo parecía normal. Así pues, le di un beso a mi abuela, que seguía en su mundo, y salí a la calle en busca de tranquilidad.


En seguida llegué a la playa. Al ser martes había poca gente, la arena fina era casi virgen y el mar estaba completamente en calma. Sentí una paz interior increíble. Aparentemente, todo era perfecto.


De repente, miré a mi izquierda. La intensidad de los rayos del sol me impedía ver con nitidez pero, vagamente, pude divisar a lo lejos un hombre que caminaba con dificultades. Era uno de esos vendedores ambulantes que cargan con gafas de sol, pareos, toallas, pulseras, collares, anillos, refrescos, aperitivos, relojes, cepillos o juguetes entre otros muchos, muchísimos artilugios. Así, en medio de tal paraíso rodeado de palmeras y tiempo de ocio, se ‘ganaba la vida’.


Sentí la necesidad de ayudarle con su fatigoso cargamento. Conforme me aproximaba a él, algo me llamó la atención: su sonrisa. Pensé que me encontraría con un semblante apagado y decaído suscitado por todas las horas caminando al servicio de los turistas. El esfuerzo, tanto físico como mental; la capacidad de aguante de las jornadas de fuerte viento del levante; o los impetuosos días de insufrible calor, son algunas de las cualidades requeridas para este ‘trabajo’ a jornada completa.


—¡Hola María! —dijo sin abandonar la sonrisa que resaltaba sobre su profunda tez negra. Los inmigrantes suelen llamar así a las españolas: “guapa” o “María”. Son de las primeras palabras que aprenden tras despegar los pies de la patera. Antes de que me preguntara nada, decidí adelantarme:


—¿Cómo te llamas?


Él dejó su pesadísima mercancía en la arena. No le importó que se manchara.


—Matu— contestó tiernamente. Acto seguido, sacó una botella de agua fría y tendió el brazo. —¿Quieres? Hace mucho calor—. Su imperfecto español le hacía parecer aún más tierno. Me sentí francamente agradecida.


Aquello fue el inicio de una larga y entretenida conversación. Él llevaba mucho tiempo sin charlar así con nadie. Más que vender, necesitaba dejar de ser invisible, sentirse escuchado como un ser humano.


Matu era muy transparente, simpático y divertido. No tenía ni un trocito de egoísmo: su atenta mirada mostraba un sincero interés por saber de mi vida, carente de méritos.

Sin embargo, aquella inspiradora sonrisa desapareció cuando le pregunté por su pasado. De sus ojos asomaron discretas lágrimas saladas, como las comprometidas aguas que le habían llevado hasta allí. Por el camino había dejado recuerdos, sentimientos únicos y personas que, sin duda, le habían marcado para siempre.


Tras secarse esas compungidas lágrimas, sacó de su bolsillo una pulsera que insistió en regalarme. A pesar de los años que han pasado, aún la llevo puesta.

Cuando nos despedimos, acordamos vernos al día siguiente y, efectivamente, el miércoles al mediodía me presenté allí de nuevo. Estuve esperando tres horas, pero nunca apareció ni supe más de él.


Cuando Raúl me preguntó por la pulsera que llevaba atada a la muñeca, les conté a todos lo de Matu.


Aquella noche no se habló ni de chicas, ni de cervezas ni de la Champions. Los ídolos ya no se llamaban Messi, Neymar o Marcelo, y meter goles o tener dinero ya no fueron considerados hazañas.


Simplemente conté la anónima historia de un héroe sin capa que pudo quitar importancia a nuestras preocupaciones dando paso a la vitalidad e ilusión por estar vivos.

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